La mirada de Atila
Alberto Pujol es, junto a algunos personajes políticos y un poco de
peloteros, uno de los hombres más queridos en Cuba. En muy contadas
ocasiones, he sentido que un pueblo aprecie de manera tan consensuada el
talento y el valor de un hombre. Eso se debe, no en poca medida, a su
calidad de actor; pero, tanto como eso, a que en la pantalla Alberto ha
compendiado, casi como un paradigma o un emblema, la virtud del cubano: su
gracia, su organicidad, su comunicabilidad, su adaptabilidad, su tesón.
Vista así, la imagen audiovisual de Alberto se vincula a la celebración.
Cuando Alberto decide salir del closet y compartir con el mundo su pintura,
se comprende pronto que en este otro lenguaje no sólo se siente más libre
(su pintura es siempre expansiva, gozadora del horror al vacío, dislocadora
de la distinción entre fondo y figura), sino que le sirve para encauzar la
eticidad de una conciencia crítica que se muestra con una sorprendente
responsabilidad cívica. Con la pintura sombría y atormentada de Alberto,
este parece saldar su deuda de compromiso con el pensamiento sobre la
sociedad cubana, más allá de la festividad que han podido suponer los
personajes que ha interpretado. La pintura de Alberto es un gesto de
civilidad y de ahondamiento en su entorno; una verdadera catarsis, por medio
de la cual el sujeto se recupera de la anestesia y entabla con su ámbito un
diálogo espeso, inteligente, emplazador.
Con su paleta apagada y su virtuoso desplazamiento por tonos, grados,
matices, esta pintura piensa, con pavor, el posible efecto demoledor que
tendría para nuestra suerte esa cierta tendencia al pensamiento negativo y
la tragedia mal entendida: la tendencia a asociar nuestra suerte -aun en los
predios de la posibilidad- con el hundimiento, la muerte, la guerra, la
devastación. ¡Solavaya! Mente positiva, Dios; que muchas cosas, mucho
patrimonio, mucha vida está en juego, y, definitivamente, la vida es más
importante que la muerte. La filosofía de esta pintura parodia la tristeza
del Apocalipsis y clama por un saneamiento de nuestras energías. Nada más
útil ahora mismo.
Con envidiable claridad, Alberto tiene presente la certeza de que en el arte
contemporáneo lo fundamental es la idea, la comunicación, y luego, la
idoneidad de la morfología que se convoca para vehicularlas. Llama la
atención la densidad de atmósferas y de ilusiones de espacialidad que
consiguen estas otras obras, en relación con el predominio de la línea
hedonista –ciertamente valiosa y personal- de las anteriores. Además, la
naturalidad con que esta pintura dialoga con sus posibles fuentes
inspiradoras en la historia del arte cubano (el expresionismo apagado de
Ñica Eiriz, el azul –ahora irónico- de las “Aguas territoriales” de Martínez
Pedro, ciertos motivos de Kcho, etc.) y la gracia con que las combina con el
repertorio propio (escaleras que invitan siempre a una continuidad probable,
las aspas de los molinos que expresan el detenimiento de cuanto fuera
vertiginoso, etc.). Destaca la excepcionalidad de un lienzo como Logros,
donde la propensión a los contextos urbanos y a la descripción,
prevaleciente en meses anteriores, parece focalizar la atención y centrarse
sobre objetos pintados con una solvencia y una personalidad pasmosas: la
hermosa distorsión de la silla, la cautivante y evocadora transparencia del
cristal de la mesa, la inquietante y suspendida presencia del catalejo. Esta
es la obra más esencial de toda la serie, porque alcanza a explicarse(nos)
una de las razones del declive de una época: la invisibilidad del vislumbre.
Aunque sobrecoge la belleza de Palma sola, donde la inevitable perspectiva
audiovisual de esta pintura toma la sumergida palma real desde un ángulo
cenital ligeramente inclinado, que capta el desvalimiento del motivo y de
todo cuanto expresa. Y finalmente: la rapidez con que crece Alberto como
pintor: entre su primera exposición y esta han pasado meses, pero parecen
años. Este mundo que pugna, que puja en las obras, se me antoja mucho más
seguro, más maduro, más impregnante.
¿Por qué? Porque Alberto tiene la angustia del gran artista. No lo deja
vivir, y lo lleva a pintar con fiebre, con involucramiento del cuerpo. A
riesgo de parecer sádico, creo que es la angustia lo que lo levanta.
Es más, lo dejo agobiado, sentado en el piso, en un rincón de su
apartamento. Tiene los brazos cruzados y el ceño fruncido. No entiende; o
supone que no entiende. Su precioso y heroico perro, Atila, se sienta
delante de él, cruza sus patas, y lo mira detenidamente, con ternura. Así
los dejo. La mirada de Atila intenta comprender lo que su naturaleza no
puede asimilar. Cuando cierro la puerta, digo bajito al entrañable Atila:
déjalo que sufra. Asere, déjalo. Nuestra tremenda ganancia es la pintura.
Rufo Caballero
abril y 2010, en La Habana, por supuesto.